martes, 30 de abril de 2013

La historia de un personaje de verdad que a veces parece de ficción


De Superman en Medellín a Survivor en San Pacho
Por Tatiana Villada Díez
Medellín, 2012

Este cuento comienza en diciembre de 2005. Ese año me fui para San Pacho o para que se ubiquen mejor: San Francisco; un pueblo del municipio de Acandí entre el Tapón del Darién y el norte del Chocó a orillas del mar Caribe, cerca a Triganá o al más conocido veraniadero: Capurganá. Un paraíso escondido de selva y playa olvidado por la civilización y el estado colombiano. Un lugar habitado en escancia por pescadores y  prófugos de todo tipo; ya sea de la vida, la justicia, la droga, el alcohol, etc. Aunque en San Pacho (como se le conoce usualmente) también vive gente común y corriente, hay que decir que la mayoría tiene historias de vida muy locas. No sabría por dónde empezar y me podría pasar la vida entera si me pusiera a contárselas todas.

El caso fue que di con San Pacho gracias a una amiga, Ángela Vélez. Ahora ella vive y trabaja en México como modelo y es muy reconocida, pero su familia sigue viviendo allá, en San Francisco. Años atrás, Ángela nos había invitado a todo el combo de amigos a que fuéramos a pasar las vacaciones. A nosotros nos sonó mucho el plan y nos fuimos con ella. En esa ocasión la pasamos muy chévere y como el lugar nos pareció tan parchado, en 2005 decidimos volver. Para ese entonces yo andaba lleno de enredos y problemas. No me sentía “caminando bien” y llegue con la intención de quedarme ocho días que al final de cuentas resultaron siendo veintitrés.  Esos días me desconecte del resto del mundo y me sentí como hacía rato no me sentía: tranquilo y muy calmado.

Cuando llegue a la ciudad, a Medellín; otra vez me cayó sobre los hombros el peso de tanta pendejada, de tanto enredo que tenía y comenzó a darme vueltas en la cabeza una preguntica que fue fundamental  en todo lo que vino después. La pregunta me la había hecho hacia poco un señor al que quiero bastante, el papá de uno de mis mejores amigos, y como para hacérselas cortica, lo que me preguntó fue: “¿A vos que te hace feliz?” Y me corchó. Me corchó porque no supe qué responderle y para colmos me remato diciendo: “No me responda eso a mí, respóndaselo a usted. Usted lo tiene todo, tiene su carrera su trabajo, etc. pero, ¿Qué lo hace feliz?”.

Yo tenía demasiados problemas, muchos enredos y además tenía muchos trabajos al tiempo: era profesor universitario, trabajaba en una emisora, presentaba eventos como un verraco, era locutor profesional de la Asociación Antioqueña de Locutores entonces mantenía un montón de voleo por ese lado, asesoraba una empresa que se llamaba Crea Moda en toda la parte de desfiles, eventos e imagen y dentro de esa empresa había como cinco marcas. Fuera de eso yo mismo hacía otro combo de eventos en discotecas, conciertos, etc. y además trabajaba con la Alcaldía haciendo un programa que se llamaba “Medellín despierta para la vida”, que eran unas fiestas de seis de la tarde a seis de la mañana en los barrios más difíciles de la ciudad. O sea, me mantenía todo el tiempo ocupado, enredado y estresado.
Con todo eso encima y con la esa preguntica dándome vueltas en la cabeza me puse pensar mucho. A la hora de la verdad yo todo lo que hacía, lo hacía era para alguien más, o por costumbre, o por demostrarle algo a alguien, o porque alguien me decía que eso era bueno para mí por “X” o “Y” cosa y yo me le medía como un pendejo. Pero un día, mientras esperaba que me lavaran el carro me encontré un cuaderno en la guantera y decidí hacer una lista de todas las cosas que me estaban estresando y las cosas que tenía que hacer en la vida. Me encontré de frente con una lista larga, eran como cuarenta y seis cosas, ¡una exageración! De esa lista, comencé a tachar las vainas que yo sentía que me hacían feliz o me ponían contento. De cuarenta y seis solo encontré cuatro: andar en mi moto, viajar, hacer ejercicio y escuchar mi música. O sea, cuando yo me ponía a hacer cualquiera de esas cuatro cosas de verdad las disfrutaba. Eso me dio pie para empezar a revaluarlo todo y tome la decisión de no seguir haciendo nada que no me hiciera feliz y de hacer un completo frenón en mi vida; y como en San Pacho me había sentido tan tranquilo, decidí irme un tiempito indefinido para allá. Un tiempito que no fueron semanas, ni un mes o dos, tampoco un año; ese tiempito, ese frenón, resulto en casi cuatro años de mi vida.

Eso fue en 2006. Me pase todo un año diciendo en todas partes “no trabajo más, no voy más, renuncio, hasta aquí llego yo, termino proyectos en octubre, etc.”. La verdad es que nadie, pero nadie me creyó; ni mis amigos, ni mi familia, ni las partes en donde trabajaba. Incluso hubo apuestas sobre el tema y la mayoría de los apostadores se inclinaban a que yo no me iba y que si me iba no duraba nada por allá. Más de uno perdió buena platica ahí, sobre todo Juanchis, un amigo, él no me daba ni un mes. La gente me empezó a tomar en serio solo cuando se llegó octubre y yo empecé a entregar resultados finales, a no renovar contratos, a entregar cartas de renuncia y esas cosas. El proceso fue complicado; vender, cerrar, entregar, devolver, salir;  o sea, resumir mi vida en dos maletas, que fue lo que me lleve.  Pero bueno, se arrancó y ahí, es donde la historia se pone sabrosa.

De nuevo el viaje fue bastante divertido porque otra vez nos fuimos un combo de buenos amigos.  Nos reímos por allá como veinte días, molestamos la vida, se hizo de todo y pase uno de los 31 de diciembre más bonitos que he pasado en mi vida con todos ellos. Fue una fiesta muy sabrosa. Luego ellos se fueron y yo me quedé.

Primero me quedé en una casita que me prestó Leo Vélez, el hermano de mi amiga Angela y ahora amigo mío también. Era una cabañita pequiñita encima de las rocas y al borde del mar.  Leo me la prestó mientras me organizaba porque en mi casa no había techo, o mejor dicho, no había nada. Hoy en día Leo convirtió esa cabañita en un bar muy parchado, el “Bar-co”. Después de pasar cuatro meses ahí, me fui para lo que sería “mi casa”.

En cuanto a la comida al principio yo sí me hice a la más fácil y contraté a un vecino y amigo, Cesar. A él le pagaba mensual para que me hiciera desayuno, almuerzo y comida y por ahí derecho comía con él, con la señora y con la niña. Con ellos fui aprendiendo cómo se movía todo, cómo era la cocinada, dónde se conseguía la comida, cómo se hacía, etc. Porque yo ni siquiera tenía idea de cocinar. Mejor dicho, me toco aprender desde cocinar y lavar ropa,  hasta pescar, sembrar, recoger lo que sembraba y construir. Cosas que yo en Medellín nunca hacía y que de no haber estado todo ese tiempo allá nunca hubiera aprendido.

Ya estando en mi casa todo empezó ponerse muy difícil por las condiciones tan complicadas. En ese momento mi casita era solo un piso de madera levantado de la tierra más o menos un metro con otro piso encima y un medio techo. Eso era todo, no había nada más. No había paredes y el agua solo llegaba a una canilla que era ducha, lavadero, baño, todo. De resto no había sino un matorralero miedoso. Los primeros seis meses fueron horribles. Porque eso sí, el agua llegaba a todas partes cuando caían esos aguaceros miedosos típicos de esa zona. Las noches se me hacían larguísimas. Imagínense el cuadro así: Uno sentado sólo en medio del aguacero con el colchón doblado y tapándose con un plástico haciendo lo único que puede hacer en esas circunstancias, esperar a que amanezca. Dentro de la casa pero emparamado hasta el culo porque techo que le había puesto no servía. Eran por lo menos ocho horas para sentarse a pensar cosas. Yo me ponía a pensar desde lo que hice en mi vida, hasta lo que estaba haciendo y lo que estaba dejando de hacer. Déjenme decirles que después de un tiempo, eso empieza a volverse rayadorcito. Sin embargo yo insistí en quedarme allá porque tenía que aprender muchas cosas y tenía que mejorar muchas otras. Terco que es uno.

Así es como el primer año me dediqué fue a aprender. Como casi todo el pueblo estaba en construcción, yo me iba ayudar y ayudando era que aprendía cómo se hacían las cosas: a trabajar madera, a trabajar cemento, a hacer bien los niveles y ese tipo de cosas. A medida que iba aprendiendo iba mirando que era  lo qué necesitaba mi casa y la iba diseñando. Ya el segundo año sí me puse fue a terminar de construir mi propia casita. También seguía ayudándoles a los vecinos y los vecinos me iban ayudando a mí. Esa era parte divertida de la zona. Todo el mundo se ayuda como puede.

En San Pacho todo el tiempo había algo que hacer. Desde por la mañana temprano me levantaba a ver qué traían los pescadores que me gustara para comprar y comer y luego todo el día me la pasaba trabajando en mi casa, sembrando, recogiendo, etc. Y en la tarde me iba a jugar un partido de fútbol  y pasar el rato con los muchachos (allá había una conformación muy charra entre morenos, indios y algunos paisas como nos llaman ellos a nosotros los blancos. Y con los paisas, era con los que yo generalmente me mantenía). Además el día se acababa muy temprano porque como no había electricidad y en la noche tocaba a punta de vela, fogata o linterna; el día prácticamente se acababa cuando se iba la luz del sol. A las seis de la tarde, las siete y media máximo estaba uno comiendo y las ocho ya estaba uno dormido.
Cuando yo llegué al pueblo las condiciones en general eran muy difíciles; no había luz, no había (ni hay) acueducto, teléfono, comunicaciones, no había prácticamente nada. Simplemente había agua en abundancia en los yacimientos y de los aguaceros que caían. Lo único que medio llegaba allá era la señal de radio. El celular ni en sueños te cogía. Había cosas tan güevonas para poderse comunicar con el mundo exterior, como que te tenían que llamar a la tienda de Triganá y mandarte la razón de que tal día y a tal hora te volvían a llamar. Entonces, a uno le tocaba pegarse la caminada de 40 minutos hasta Triganá para sentarse a esperar en la tienda a que al güevón que había mandado la razón se le olvidara llamar o, a que el clima dejara que entrará la llamada, porque el teléfono era satelital y a veces las nubes no dejaban que funcionara bien.

Sin embargo, yo allá me estaba bien porque me sentía tranquilo y disfrutaba mucho todo lo que hacía y aprendía todos los días. Esa playa es muy bonita y esa selva es hermosa. Todo el tiempo me iba a caretear y me podía pasar horas y horas metido en el mar jugando con animalitos o me iba a caminar por la selva a tomar fotos.  Además, eso de que lo estén visitando a uno un combo de animales para mí no era un problema sino algo divertido. Levantarme a las doce de la noche a ver los zorros pasar, quedarme escuchando a los micos nocturnos, o que tenerme que levantar por la mañana a perseguir a los micos que se me entraban a robarme la fruta. Todas esas cosas para mi eran un parche. Esas güevonadas de la vida a mí me entretenían y me hacían feliz.

Con el tiempo las condiciones fueron cambiando y en cierta forma ahora todo es mucho más fácil. Llegó la luz, entró la señal de celular, etc. Ahora llega mucho turista, mucho mochilero y extranjero y hay varios hostalitos chéveres. Sin embargo con eso que llamamos “progreso”, que para mí es como un palo por el culo sin anestesia, tristemente también se acabó de meter el narcotráfico en la zona. Ya las niñas de 12 años andan por ahí con sus BB (celulares Black Berry) detrás de los narcos que tienen la plata, la casa, la luz y el agua, dándoselos por cualquier cosa. Y los pelaitos, ya crecen queriendo ser eso; tener el fierro, el fajo de billetes y toda esa vaina. Eso se volvió su cultura. Esa es la parte triste de allá, la parte triste de la historia. A San Pacho no llega el estado colombiano, es muy difícil. Allá no se ve un policía y la educación es muy deficiente.

Pero haber llegado antes que el “progreso”,  en esa época que todo era tan difícil para mí fue muy bueno porque me toco ver un pueblo como muy Macondo. Un pueblo de gente e historias muy charras y muy extrañas. Me toco vivir allá cosas muy locas. Con decirles que nosotros los amigos, los paisas: El Boler, Cesar, Fabio, Juan Barbas y yo; nos parchábamos ya al final de la tarde cuando todos terminábamos la jornada de trabajo a jugar parqués, a fumar marihuana y a hablar mierda. En esas reuniones terminamos haciendo lo que llamamos La Revista. Porque les digo que es en serio que eran tantas las cosas locas que veíamos todos los días allá, que en La Revista, hacíamos un recuento de las historias más extrañas del mes. Claro, era una revista virtual, imaginaria; hecha a punta de hablar mierda.

Como les relaté al inicio, San Pacho es un pueblo que fue fundado por pescadores y por gente que se está escondiendo o está huyendo de algo. No solamente de la policía. Hay gente que también se esconde de sus problemas, de su familia, de las drogas… de mucha joda. O sea, allá hay desde exguerrilleros del M19, a exparacos, extombos, exabogados, exputas, exdrogadictos, exdilers, expresidiarios, ex lo que se les ocurra. De todo pasa  o llega por allá. Entonces, las historias son muchas y muchas son muy extrañas. Pero eso es arena de otro costal. Quizás en otra oportunidad, hable de esas historias que me toco ver, escuchar o incluso hacer parte durante esos cuatro años.

Volvamos al tema de mi “frenón de vida”. Yo estaba muy contento en San Pacho, ya me había acomodado bien y había aprendido a vivir allá. No fue que decidiera que ya era tiempo de volver a Medellín. Me tocó por una cuestión familiar. Mi mamá se enfermo y primero lo primero, y primero está la mamá. Yo era el único que podía hacerle frente a ese y otros problemas de la familia porque mi hermano tiene sus hijos, su trabajo y sus cosas. Eso sí, en cuanto pueda me vuelvo a ir. No creo que sea definitivamente para San Pacho. Aunque voy cada que puedo y sigo teniendo mi casita allá. En todo caso, a pesar de que Medellín es muy bonita, tiene mujeres hermosas y cosas muy bacanas, yo aquí me siento enjaulado, no me siento contento y a cada rato me vuelve a pasar por la cabeza la preguntica aquella “¿qué te hace feliz en la vida?”.

Yo en San Pacho aprendí muchas cosas. Cosas como que él no es una respuesta válida. También aprendí que uno se pasa mucho tiempo en la vida tratando de darle gusto o no darle disgustos a un montón de personas que jamás te lo han pedido; por eso en este momento de vida, hago lo que siento que tengo que hacer. No me importa lo que nadie piense. Me di cuenta que yo no puedo hacer feliz a los demás si no soy feliz yo y por eso sigo buscando mi felicidad.

Ahora ya voy a ajustar dos años en la ciudad y todo ha ido organizándose de a poco. Estoy terminando de solucionar los problemas de la familia, estoy aprendiendo a tocar un instrumento: la trompeta,  volví a trabajar en Televisión presentando un programa que me agrada bastante porque me permite conocer muchos lugares e historias de Medellín y la región que de otra forma jamás conocería. El programa más viejo de la televisión regional, Camino al Barrio. También  tengo una finca en Marinilla en la que juego a ser campesino y me divierto mucho. Y lo más importante, estoy preparándome y programando un viajecito para dentro de año y medio.

En una película que ni me acuerdo cómo se llama, vi una vez algo que puede sonar muy pendejo: “Uno de grande debería tratar de hacer las cosas que se prometió de niño.” Y sí. Yo este viajecito me lo prometí hace mucho tiempo. Me voy en moto a recorrer el mundo. Primero me voy para Brasil a ver el Mundial de Fútbol, de ahí quiero bajar a Argentina y darme una vuelta por Sur América. Luego pasar a África y visitar varios países y lugares que ya tengo en una lista que fueron cuna de la cultura musical del mundo. Después quiero irme a recorrer lo que pueda de Europa. Tratar de llegar a Rusia, a Tailandia, al Japón y Nueva Zelanda. Esa es mi intención. Y  como lo mío toda la vida  ha sido contar historias,  quiero grabarlo todo y hacer del viaje una especie de programa o documental. Todavía estoy decidiendo el formato y experimentando con varias cosas. Así sea para mostrárselo a mi familia y mis amigos.

Yo quiero mucho y me gusta mucho esta ciudad, me gusta mucho Colombia, amo este país. Pero  cada que conozco otros lugares y veo otras vainas y comprendo otras culturas alcanzo incluso a comprender y a querer más la mía.  Entonces, quiero ir a ver otras cosas, quiero ir a ver el sol cómo sale por otros lados y quiero saber como le dicen a un amanecer en otras partes antes de volver aquí en unos añitos a seguir con otras historias y a hacer mi familia. 





  



Gustavo Andrés Blanco Jaramillo, nació el 10 de agosto de 1976 en la ciudad de Medellín. Realizó sus estudios primarios y secundarios en el colegio El Corazonista y se graduó en el año 2000 como Comunicador Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Gustavo o “Blanco”, como se conoce en el medio de la televisión, la música y la radio, ha desempeñado diversos roles para diferentes medios de comunicación;  desde escribir en el Colombiano a conducir programas de radio tanto en AM como en FM, hasta presentar y realizar programas de televisión en canales locales, regionales e internacional.  Durante varios años, fue un importante referente entre los presentadores de televisión juvenil a nivel regional por conducir el programa Musinet en el canal Teleantioquia.  Después de cuatro años de aislamiento y separación con los medios, volvió a Medellín en 2010 y ahora es presentador de Camino al Barrio, el programa más viejo de la televisión regional en Antioquia.




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