“¿Quieres conocer a tus bebés?”
Por Tatiana Villada Díez
Medellín, 2012
Llevaba más de dos años aplazándolo. Siempre había una excusa para no
hacerlo, generalmente consistía en que tenía mucho trabajo y mucho estudio y no
tenía tiempo de ocuparme de tonterías. A pesar de que la situación me molestaba
mucho prefería tratar de convivir con ella antes que afrontarla. Sin embargo,
cada vez era peor y empezaba a causar daños colaterales.
Así que un día, tras darle muchas vueltas en la cabeza me llené de valor y
acordé la cita. Bueno, en realidad no fue el “valor”. Fue que por fin me dieron
un par de días de vacaciones y no tuve más disculpas ante la insistencia de mi
mamá quien fue quien pidió la cita por mí.
Llego el 21 de julio, cayó un sábado, eran las ocho de la mañana. Mi mamá
no pudo escoger una mejor fecha. En pleno puente festivo. Llegué tarde como
para variar pero aún así me atendieron. A los pocos minutos escuche que alguien
me llamaba por mi nombre. Me pare de mi asiento y me dirigí hasta él. Una vez
allí me invito a sentarme y comenzó el cuestionario de rutina. ¿Edad?
¿Alergias? ¿Alguna enfermedad? ¿Fuma? ¿Bebe? ¿Embarazo? ¿Cuándo fue su última
visita? Y finalmente… ¿por qué vino?
Suspire hondo sabiendo que tras la respuesta a esa pregunta no habría marcha
atrás.
–Creo que tengo que sacarme las cordales– Conteste
–Ok, entonces revisemos– dijo él
Me acosté en la silla y abría la boca lo más que pude. Él se torno mucho
más amigable y comenzó a conversarme. Me preguntó a qué me dedicaba y si era
que no había salido de rumba la noche anterior que estaba con el odontólogo un
sábado temprano.
–Qué aburrición este turno- comentó–
Aunque a mí me pareció que estaba bastante animado y sonriente.
Mientras tanto metía y sacaba instrumentos de mi boca y esa aspiradora de
saliva halaba mi mejilla y hacía ese sonido desagradable. Yo, después de tratar inútilmente de
responder a sus preguntas, me distraje mirándolo a los ojos: eran azules muy
claros y en su reflejo alcanzaba a ver levemente lo que hacía en mi boca. Además
me recordaba a un odontólogo que tuve cuando estaba pequeña, también tenía unos
ojos claros y bonitos. Después de un rato comenzó a explicarme que veía todo
muy bien, tenía una boca saludable y sin caries, pero que definitivamente mis
cordales estaban ahí, las cuatro, y en muy mala posición y, que además, en las
de el maxilar inferior me estaban generando un espacio en la encía por donde eventualmente
se iría acumulando comida y que esto me podría causar una infección.
–Vamos a tener que sacarlas, pero con cirugía–
Comenzó a dictarle un par de cosas a su asistente, quién copiaba
atentamente en el computador. Yo me quedé pensando
– ¿cirugía? Esto va a ser peor de lo que imagine–
La verdad es que nunca le tuve miedo al odontólogo, nunca había tenido
problemas graves en mi boca y por eso mis visitas durante la infancia y la
adolescencia pasaron sin contratiempos, y ahora ya con veinticuatro años estaba
sintiendo una sensación de nerviosismo e inseguridad que no me era para nada
familiar. Pero es que la sacada de las cordales era otra cosa. Ya me había
tocado ver varias personas después de este tipo de intervención y no se veía
nada agradable. Hinchados y muy adoloridos. Todos me decían que era horrible y
en la cara se les veía la compasión que sentían por mí cuando les decía que
creía que tendría que hacérmelas sacar también. Generalmente fruncían el ceño y
se tocaban su mejilla como si les volviera a doler.
Julio Villa, mi nuevo odontólogo me pidió que me sentara y comenzó a
explicarme que cómo mis cordales estaban en tan mala posición que tendría que
enviarme con un especialista para que me hiciera la cirugía, pues allí en la
EPS Coomeva no contaban con la instrumentación y el espacio adecuado. Lo
primero que le pregunté fue que cuanto tiempo tendría que quedarme incapacitada
y cuánto duraría la hinchazón. Le explique que trabaja como presentadora de
televisión y no podría salir al aire haciéndole la competencia a KiKo. Él se
rió y me dijo:
– Pues vas estar hinchada unos
cuantos días así que trata de organizar lo de tu trabajo porque en verdad ya lo
tuyo no da más espera. Se te están moviendo los otros dientes por la falta de
espacio y no se demora mucho el que te de una infección como ya te había explicado.
Y ahí sí que te va peor–
Finalmente me dio una orden para la cirugía y otra para sacarme una
radiografía que tendría que llevarle ese día al cirujano. Me despedí, le di las
gracias y salí del consultorio.
Ya nada que hacer. Tocaba sacármelas de una vez por todas. Para no perder
el impulso salí inmediatamente a hacerme las radiografías. Cuando llegue al
sitio había poca gente y me atendieron rápido. La recepcionista me pidió
algunos datos personales y me por segunda vez en el día el cuestionario de
rutina ¿Edad? ¿Alergias? ¿Alguna enfermedad? ¿Fuma? ¿Bebe? ¿Embarazo?… Para
contestar esa última pregunta me tardé un poco pues en ese momento caí en la
cuenta de que tenía un par de días de retraso. Finalmente dije que no, porque
estaba segura que era solo eso, un retraso. Sin embargo, la mujer que me
atendía insistió.
– ¿Está segura? Si no es mejor que no se haga las radiografías, puede ser
peligroso para su bebé–
– Sí estoy segura, no se preocupe, son solo un par de días–
Ella algo desconfiada e incluso molesta me dijo:
– Pues si se la va a hacer me tiene que firmar un documento donde nos exima
de toda responsabilidad–
–No hay problema ¿dónde firmo?–
A pesar de que firme la hoja con actitud casi desafiante por la forma en
cómo la mujer me había hablado, tanta insistencia suya me dejo pensando en el
asunto. ¿Será? No imposible. ¿Y dónde sí?
Mientras esperaba empecé a hacer cuentas preocupándome cada vez más, pero
en ese momento llegó mi turno y el llamado del radiólogo me saco de mis
pensamientos. Me hizo pasar a un pequeño cuarto y pararme al frente de una
máquina. Me pidió que mordiera una placa que estaba pegada a ella y apoyara
bien mi frente contra el soporte que tenía para eso. Yo le obedecí, pero no
dejaba de pensar cuántas personas habían mordido esa misma placa y apoyado sus
frentes grasosas contra ese mismo soporte. Pasaron 30 segundos y listo. Salí,
pague y me entregaron la espantosa fotografía de la mitad inferior de mi
cráneo. Las mire un momento y pude ver lo realmente atravesadas que estaban mis
cuatro muelas. Prácticamente en posición horizontal.
Llegue a mi casa en el sector de Belén y cogí el teléfono para pedir la
cita para la “cirugía”. No tenía ni idea de cómo sería. Ya me podía ver de bata
azul amarrada a la espalda, gorrito y en una camilla. De pronto recordé mi otra
preocupación.
– ¿Y si sí voy a estar así: de bata, gorro y en camilla pero para recibir
un bebe deforme a causa de la radiación?
En ese momento una mujer contesto al otro lado de la línea. Inmediatamente
le dije el motivo de mi llamada y ella me asigno una cita. Le pregunté que precauciones
debía tener antes de la cirugía y cuánto se iba a demorar. Ella me informó que
no tenía que tener ninguna precaución en particular y que solo tomaría 45
minutos. Que después de eso podía irme para mi casa tranquila y seguir mis
actividades común y corriente.
Durante los días siguientes no dejaba de pensar ni en lo uno ni en lo otro.
La cirugía y mi retraso. Mi novio, Jorge Parra, se encontraba más nervioso por
lo segundo aunque parecía no disgustarle del todo. Finalmente esa preocupación
se disipó. Nada que temer. No seríamos padres de un bebé deforme. Pero la
cirugía seguía en pie.
Llego el 30 de julio y mi novio me llevo a la cita, fue una tarde lluviosa
y fría. Cuando entramos nos quedamos en sala de espera que parecía más la de
una oficina de abogados que la de un médico. Todo estaba silencioso y
tranquilo. Después de un rato la auxiliar me hizo pasar, deje a Jorge con mis
cosas y entré. Me sorprendí al ver que no había camilla, ni nada. Solo la
típica silla de odontología y un gran escritorio detrás del cual estaba sentado
un viejito calvo y muy sonriente. Me saludo muy efusivo y tierno, casi como si
estuviera recibiendo a una niña de seis años. Hizo un par de chistes sin
gracia, seguramente porque vio lo tensa que estaba y quería relajarme. Me pidió
que le mostrara las radiografías y se quedó contemplándolas un rato. Para ese
momento yo estaba pensando en que mi odontólogo de ojos azules podría haber
hecho el mismo trabajo, pues este consultorio no tenía nada de especial, más
bien parecía un poco más anticuado y rústico.
– Vamos a tener que sacar solo dos ésta vez. Por la posición que tienen.
Están complicadas–
– ¿Qué? ¿O sea que doble dolor, doble convalecencia, doble todo?-
– No, vas a ver que no duele nada. Sin mimos pues– Termino diciendo.
Me pidió que me acostara en la silla y cuando me dirigí hacia ella vi sobre
la mesita que estaba a su lado un montón de instrumentos aterradores: Jeringas,
bisturís, pinzas y otra cantidad que no sabría cómo nombrar. Lo que no lograba
ver por ningún lado era anestesia. ¿Acaso no me dormirían? ¿No se suponía que
es una cirugía? A uno no lo operan estando consiente ¿o sí? Me recosté en la
silla y él la fue bajando lentamente, mientras tanto mi nerviosismo aumentaba de
una manera increíble, sentía el sudor bajándome por la espalda, me temblaban
las piernas y se me aceleró la respiración.
Me asombró muchísimo sentirme tan asustada, nunca, ni cuando era pequeña me
había pasado algo parecido. Mientras el odontólogo me decía que me relajara que
nada malo iba a pasar, yo me decía lo mismo mentalmente, pero en cuanto él me
pidió que abriera la boca sosteniendo una jeringa, se me derramaron las
lágrimas. Me sentí totalmente infantil pero no lograba controlarlas. Era físico
miedo lo que sentía. Le pregunté por la anestesia, si no tenía de ese gas que
muestran en la películas con el que lo dopan a uno. Él se rió y dijo que no,
que eso era precisamente de películas, que la anestesia la estaba sosteniendo
en su mano.
Ya sin poder echarme para atrás me seque las lagrimas, respire profundo,
cerré los ojos, me agarre tan fuerte como pude de la silla y abrí la boca. No
fue uno, ni fueron dos, ni tres sino cuatro pinchazos con la aguja para
anestesiarme las encías de mi lado derecho. Definitivamente el último fue el
peor. No pude evitar gritar y soltar el madrazo más sentido de mi vida. La
aguja entro en mi paladar y la sentí tan adentro que creí que me iba a llegar
hasta las amígdalas. Después mi verdugo me dejo descansar por un momento. Yo, mientras
sentía como se entumecían y se hinchaban mis encías y mis labios, trataba de
controlar mi respiración. El descanso no duro mucho y ahí si comenzó la
verdadera tortura. Vi como agarró el bisturí con su mano derecha y cerré nuevamente
los ojos, aunque no sentía precisamente dolor si lograba saber exactamente por
dónde pasaba la cuchilla afilada, el sabor de mi propia sangre se deslizaba por
mi garganta, que apneas si podía tragar por el entumecimiento, y me provocaba
nauseas. No sé que metió después en la boca porque no quise volver a mirar,
pero de un momento a otro sentí cómo presionaba fuertemente y cómo traqueaba la
muela que comenzaba a desprenderse, la presión era tal que creí que iba
romperme el hueso o si no por lo menos iba a desencajarme la mandíbula. Finalmente
agarro las pinzas y tiro fuerte varias veces: una, dos, tres, y nada, cuatro y
nada. Le toco volver a empujarla otro poco con la herramienta anterior y ahí sí
logró sacarla.
– ¡Listo!, ya nació tu primer hijo- Dijo con voz triunfante a modo de
charla.
A mí no me causo nada de gracia. Estaba verdaderamente agotada, me dolían
las manos de agarrar la silla y solo
quería que acabara de una vez por todas.
Un minuto después volvió a repetir el procedimiento en la muela de arriba. Nuevamente
escuchar como traqueaba y se desprendía, hacía que se me destemplara el resto
del cuerpo, trague más sangre y me dieron aún más nauseas. Aunque se suponía
que esa era la más complicada me dio la impresión de que salió más rápido.
– ¡Listo! Ya salió la gemela. ¡Felicitaciones! Son hermosas.
Para ese momento estaba mareada y bañada en sudor. El odontólogo limpio un
poco las cavidades vacías, secó la sangre con unas gasas y pasó a la última
etapa: Coser. La aguja con el hilo detrás entraron y salieron varías veces de
mi boca, un par de nudos y listo.
–Terminó el parto– dijo. – ¿Quieres conocer a tus bebés?–
El cuento de las muelas bebés ya me estaba pareciendo molesto. Era como si
la mujer de las radiografías lo hubiera llamado a avisarle. Me incorporé
lentamente y él me señalo la mesita que tenía al lado. Ahí estaban, bañadas en
sangre y aún con pedacitos de mis encías pegadas a ellas. Pensándolo bien si
había acabado de dar a luz a un par de mellizos deformes.
– ¿Te las quieres llevar?– preguntó
–No– le respondí casi espantada.
Me paré de la silla y les di la espalda rápidamente, dejándolas sobre la
fría bandeja metálica totalmente huérfanas.
– Ponte mucho hielo y come bastante helado–
Me entregó una formula y me dijo:
– Esos son los antibióticos que te tienes que tomar cada ocho horas y la
droga para el dolor y la inflamación.
– ¿Alguna otra recomendación? ¿Cuándo puedo volver a comer?
–No nada. Cuando te dé hambre come tranquila. Lávate los dientes igual que
siempre y has todo lo que tengas que hacer normalmente–
Le di las gracias y salí del consultorio. Jorge ya no estaba en la salita
de espera, estaba afuera. Aunque dijo que había salido a tomar aire, supongo
que fue que no soportó escuchar mis gritos. Cuando me vio me dio un gran abrazo
y me ayudo a subir al carro, luego me llevo a la casa de mis padres en Guayabal,
pues mi mamá me había pedido que me quedara allí un par de días para poder
cuidarme. Llegamos y mi papá me estaba esperando con cara de angustia. Él sí
que les tiene pavor a los odontólogos.
– ¿Cómo le fue mija?- preguntó.
– Fue casi un parto papi. Ahora sí creo que me decidí por nunca darte
nietos.
Esa tarde me la pase poniéndome hielo y comiendo el helado que mi novio y
mis padres me compraron para consentirme. Llegada la noche no me veía tan
hinchada pero la anestesia se había ido por completo y el dolor se estaba tornando
insoportable. Me tome la droga según las indicaciones de mi odontólogo y
arbitrariamente decidí doparme con otras pastillas para el dolor; sin embargo,
solo logré dormir un par de horas. Al día siguiente me desperté con un
desagradable sabor a sangre en la boca y me pare para ir al baño a tomar un
poco de agua. ¡O sorpresa cuando me miro al espejo! ¿Kiko? No, Kiko – el del
Chavo del Ocho- no me llegaba ni a los tobillos. Más parecía una versión
deforme de Popeye. Casi me desmayo cuando me vi desfigurada por la hinchazón.
Era como si se me hubiera derretido el lado derecho de mi cara y la masa se
hubiera concentrado en la mandíbula.
El resto del día me la pase nuevamente quejándome, comiendo helado de vainilla
y poniéndome hielo, creo que en esa semana subí casi un kilo. Con el pasar de las
horas la hinchazón comenzó a ceder un poco y para el miércoles decidí ir a la
universidad. ¡Qué mala idea! No solo me miraban como si fuera un mutante, cosa
que al final de cuentas no me importó tanto, sino que el malestar se incremento
nuevamente. Al día siguiente, jueves, ya tenía que volver a trabajar, y nada
más ni nada menos que a presentar el programa semanal del Concejo de Medellín –
que se emite por el canal Telemedellín- el cual era inaplazable. Llame a mi
director y lo puse al tanto de la situación: la hinchazón todavía estaba
presente y aunque el maquillaje podría disimular el gran morado que tenía,
tocaría hacer solo planos generales y cuidar exageradamente el ángulo en que
posicionaría mi rostro frente a la cámara. Así lo hicimos y no tuvimos mayores
contratiempos. Luego vi el programa y creo que no se notó tanto, o por lo menos eso decía Jorge, mi
novio.
Con el paso de los días todo volvió a la normalidad. Fue una semana en el
infierno pero sobreviví; baje el kilo demás que había obtenido por la
sobredosis de helado, logre volver a abrir mi boca normalmente, exorcice a
Popeye de mi boca y escribiendo esta
crónica hice catarsis y logre superar el trauma. Lo que me tiene pensando por
estos días es con qué excusa me voy a deshacer de las presiones que vendrán por
parte de mi madre para persuadirme de hacerme sacar las dos cordales restantes.
En todo caso algo se me ocurrirá, porque definitivamente ese par de “bebés” se
quedarán en su lugar por lo menos los nueve meses reglamentarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario